“Y EN EL ÚLTIMO TRAGO
NOS VAMOS”
Este es mi último trabajo del
semestre; no es reporte ni mapa, sino una reflexión. Y no tengo ni idea de cómo
empezarlo. Podría hacer un resumen de los temas, o lisonjear a diestra y
siniestra: clases bonitas, textos bonitos -¿textos bonitos? ¡Sí, claro!- Pero
entiendo que lo que hay que hacer es decir qué nos dejo el curso, qué
aprendimos en él.
Dejar y aprender son
verbos muy complicados… Pero, bueno, empecemos: el curso me dejó un sabor
agridulce en la boca, un montón de palabras inconexas en la mente y una necesidad
de ser y hacer “algo nuevo”. Fue como un juego mecánico: la expectativa del
primer día (subir despacito), el primer texto (descender con el primer golpe de
realidad), ir y venir entre un desencanto constante y un anhelo de acción y
ruptura. Después, adentrarse en un mundo distinto (aunque siempre conectado con
los otros) en cada lectura. Recuerdo que necesité un abrazo, que nadie me dio,
después de conocer a Emma Bovary. Entonces
llegó Lukács y ahí sí sentí el mareo de la montaña rusa, porque, con todo y que
tenía el diccionario de filosofía al lado, yo leía y releía para entender, cada
vez, una cosa que nada tenía que ver con la anterior. Con las demás lecturas
pasaron cosas similares, aunque no del todo: Harry casi me tira por la ventana
las ideas que me obsequiaron mis amados estoicos; Novalis me llevó a mis
adentros un rato, adentros menos bellos y más confusos pero tan divinos y
humanos como los suyos; ¿y Werther? Amor a tercera vista: si antes lo quería
porque lo que entendía, ahora lo amo por lo que no entendí, y que, sin embargo,
ahora veo como problema propio.
Y es que yo tenía una
visión en exceso plana y lineal de la literatura. Es decir, la visión que le
dan a uno desde que entra a la carrera: el estudio de Fulano, el análisis de
Mengana. Pero no se tarta sólo de eso. Pensar que la literatura puede
encerrarse en sí misma, a estas alturas del partido, es condenarla a la
extinción. La literatura es parte de nosotros como individuos, pero también
como sociedad, como algo que actúa y algo que padece. Lo que esculpe y lo que
rompe, lo que grita y lo que calla, todo, absolutamente todo tiene que ver con
nuestro aquí y ahora; y negarlo es empobrecerla. Esto último, respecto a lo que
aprendí.
Pero hay algo más que
quiero decir, una última cosa. Gracias a uno de los comentarios del profesor,
leí Conversación en La Catedral. Fue toda una experiencia, porque pasé de tener un
“reconocimiento ontológico” -término en exceso teórico, pero muy útil- con uno
de los protagonistas, Santiago Zavala, a tener el mismo reconocimiento con el
autor, Mario Vargas Llosa. Cada que leía las dudas de Zavalita, sus conflictos
entre ser o no ser burgués, cholo, comunista, editor; cada que lo veía
enfrentarse al muro de la dictadura odrista del ochenio (queriendo actuar sin
saber cómo hacerlo), lo veía junto a mí, frente a mí en un espejo enmarcado por
su “jodido Perú”, mi jodido México y nuestras jodidas sociedades.
Fue difícil, porque la
estructura circular de la novela, su construcción, su veracidad y su realidad, hacían imposible un “final
feliz”. Y es que, lamentablemente, nuestra situación sociopolítica no fue ni es
ni será simplemente feliz. En ese sentido, inició el reconocimiento con Vargas
Llosa, y terminó cuando, buscando bibliografía para un ensayo sobre la novela, di
con un libro llamado Mario Vargas Llosa.
Literatura y política. En él, hay un texto del propio Vargas Llosa:
“Literatura y política dos visiones del mundo”. Dicho texto habla del camino
recorrido por el peruano y sus novelas: sus inicios en la literatura
comprometida, el fracaso de sus proyectos, su desencanto respecto a Sartre y,
lo más importante, la visión que el tiempo y la experiencia le dieron de la
relación entre literatura y política: “la literatura no debe ser política, no
debe ser sólo política, aunque es imposible para una buena literatura no ser
también –y subrayo ‘también’- política. Es decir, dar cuenta de la problemática
social, del debate sobre los problemas de común, los problemas compartidos y su
solución”.
Y si me detengo tanto en
esto último es porque el texto amplía –aún no sé cómo sucedió, pero mis
estoicos lo llamarían “Simpatía universal”-, perfecciona y describe mis
sensaciones, aprendizajes y consideraciones finales del curso. Sé que no es una
lectura del programa, pero, para estos efectos, no necesita serlo.
Para terminar (e irme a
dormir): el curso no sólo me dejó los números de los créditos y la
calificación: me dejó un enfoque nuevo para pensar y actuar, mucho que leer y,
sobre todo, mucho, mucho que hacer.
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