A petición de Erik

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“Y EN EL ÚLTIMO TRAGO NOS VAMOS”

Este es mi último trabajo del semestre; no es reporte ni mapa, sino una reflexión. Y no tengo ni idea de cómo empezarlo. Podría hacer un resumen de los temas, o lisonjear a diestra y siniestra: clases bonitas, textos bonitos -¿textos bonitos? ¡Sí, claro!- Pero entiendo que lo que hay que hacer es decir qué nos dejo el curso, qué aprendimos en él.

Dejar y aprender son verbos muy complicados… Pero, bueno, empecemos: el curso me dejó un sabor agridulce en la boca, un montón de palabras inconexas en la mente y una necesidad de ser y hacer “algo nuevo”. Fue como un juego mecánico: la expectativa del primer día (subir despacito), el primer texto (descender con el primer golpe de realidad), ir y venir entre un desencanto constante y un anhelo de acción y ruptura. Después, adentrarse en un mundo distinto (aunque siempre conectado con los otros) en cada lectura. Recuerdo que necesité un abrazo, que nadie me dio, después de conocer a Emma Bovary. Entonces llegó Lukács y ahí sí sentí el mareo de la montaña rusa, porque, con todo y que tenía el diccionario de filosofía al lado, yo leía y releía para entender, cada vez, una cosa que nada tenía que ver con la anterior. Con las demás lecturas pasaron cosas similares, aunque no del todo: Harry casi me tira por la ventana las ideas que me obsequiaron mis amados estoicos; Novalis me llevó a mis adentros un rato, adentros menos bellos y más confusos pero tan divinos y humanos como los suyos; ¿y Werther? Amor a tercera vista: si antes lo quería porque lo que entendía, ahora lo amo por lo que no entendí, y que, sin embargo, ahora veo como problema propio.

Y es que yo tenía una visión en exceso plana y lineal de la literatura. Es decir, la visión que le dan a uno desde que entra a la carrera: el estudio de Fulano, el análisis de Mengana. Pero no se tarta sólo de eso. Pensar que la literatura puede encerrarse en sí misma, a estas alturas del partido, es condenarla a la extinción. La literatura es parte de nosotros como individuos, pero también como sociedad, como algo que actúa y algo que padece. Lo que esculpe y lo que rompe, lo que grita y lo que calla, todo, absolutamente todo tiene que ver con nuestro aquí y ahora; y negarlo es empobrecerla. Esto último, respecto a lo que aprendí.
Pero hay algo más que quiero decir, una última cosa. Gracias a uno de los comentarios del profesor, leí Conversación en La Catedral. Fue toda una experiencia, porque pasé de tener un “reconocimiento ontológico” -término en exceso teórico, pero muy útil- con uno de los protagonistas, Santiago Zavala, a tener el mismo reconocimiento con el autor, Mario Vargas Llosa. Cada que leía las dudas de Zavalita, sus conflictos entre ser o no ser burgués, cholo, comunista, editor; cada que lo veía enfrentarse al muro de la dictadura odrista del ochenio (queriendo actuar sin saber cómo hacerlo), lo veía junto a mí, frente a mí en un espejo enmarcado por su “jodido Perú”, mi jodido México y nuestras jodidas sociedades.
Fue difícil, porque la estructura circular de la novela, su construcción, su veracidad y su realidad, hacían imposible un “final feliz”. Y es que, lamentablemente, nuestra situación sociopolítica no fue ni es ni será simplemente feliz. En ese sentido, inició el reconocimiento con Vargas Llosa, y terminó cuando, buscando bibliografía para un ensayo sobre la novela, di con un libro llamado Mario Vargas Llosa. Literatura y política. En él, hay un texto del propio Vargas Llosa: “Literatura y política dos visiones del mundo”. Dicho texto habla del camino recorrido por el peruano y sus novelas: sus inicios en la literatura comprometida, el fracaso de sus proyectos, su desencanto respecto a Sartre y, lo más importante, la visión que el tiempo y la experiencia le dieron de la relación entre literatura y política: “la literatura no debe ser política, no debe ser sólo política, aunque es imposible para una buena literatura no ser también –y subrayo ‘también’- política. Es decir, dar cuenta de la problemática social, del debate sobre los problemas de común, los problemas compartidos y su solución”.
Y si me detengo tanto en esto último es porque el texto amplía –aún no sé cómo sucedió, pero mis estoicos lo llamarían “Simpatía universal”-, perfecciona y describe mis sensaciones, aprendizajes y consideraciones finales del curso. Sé que no es una lectura del programa, pero, para estos efectos, no necesita serlo.

Para terminar (e irme a dormir): el curso no sólo me dejó los números de los créditos y la calificación: me dejó un enfoque nuevo para pensar y actuar, mucho que leer y, sobre todo, mucho, mucho que hacer.



Las penas del joven Werther (o sobre el libro que leí por tercera vez)

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Más de una vez he deseado no despertar al día siguiente; más de una vez he querido sentir ese “deseo romántico” de “morir por amor”. Pero no fue hasta ahora, en mi tercera lectura de Las penas del joven Werther, que he notado el hecho de que más de una vez he vivido un conflicto entre mis deseos, ideas, apetitos, costumbres, razones, sensaciones y acciones.

 Porque, al hablar de la novela de Goethe, es muy fácil decir “se trata de un individuo que se suicida por amor, por el rechazo de su amada”. Pero, al establecer el diálogo con el texto, uno se pregunta ¿el suicidio de Werther es causado únicamente por el desamor? Mi respuesta es no. El suicidio de Werther implica más que desamor: representa la respuesta -¿equivocada?, ¿acertada? ¿Quién puede decirlo?-  ante la problemática de toda una generación que se enfrenta a los cambios, conflictos y desazones de su época. En otras palabras, Werther se suicida porque no consigue rebelarse contra lo establecido, contra su destino.

Hablemos del conflicto. Werther se mueve en dos polos. Educado en las ideas neoclásicas, tiene un conocimiento abarcador de ciencias, artes y oficios, lee a Homero; y, sin embargo, adopta la resolución de atenerse “únicamente a la naturaleza”; desea “elevar [su] alma por encima de sí misma”, para trascender lo cotidiano y sentir “una gota del ser que crea todas las cosas en sí mismo y por sí mismo”. Por otra parte, critica el exceso de mesura y el racionalismo utilitario y frío: “¡Oh, mentes razonables! […] Me he embriagado más de una vez, la locura se ha enseñoreado en ciertos momentos de mis pasiones, pero no me arrepiento ni de una ni de otra. […] Incluso ahora no es raro que se oiga decir, casi siempre, acerca de una noble, generosa acción, que quien la ha realizado está loco o borracho. ¡Avergonzaos, hombres tibios! ¡Avergonzaos, hombres sensatos!”.  Pese a ello, no se atreve a romper con lo establecido, no es capaz, simplemente de deshacer el vínculo entre él y su sociedad. Así, tras la humillación recibida en casa del Conde, confiesa: “digan lo que quieran de la firmeza; quisiera ver quién es capaz de sufrir que le critiquen los cretinos que hallen motivo para vituperarle”. Estamos ante un joven enamorado que no quiere caer en la sinrazón absoluta, pero se resiste a negar las aspiraciones de su alma y su corazón.

¿Y el destino? Al principio de la obra, el protagonista ve a su destino como algo incierto, distante, desconocido. Después asume que este destino, al igual que el del resto de los hombres, puede ser lo peor o lo mejor, pero decide desafiarlo a través del amor, la dicha y el placer: “el sol, la luna y las estrellas pueden obrar a su capricho […]. Sea cual fuere el destino que me aguarda, nunca podré decir que no he sentido las alegrías y los placeres más puros de la vida”. Sin embargo, ante la llegada de Alberto y su boda con Carlota, la visión del destino tiende hacia el fatalismo, y la dicha se ve distante, irrecuperable. Werther no está dispuesto a enfrentarse a Alberto y a los demás por el amor de Carlota. Incluso se reprime en la medida de lo posible. Como consecuencia, es incapaz de arriesgarlo todo por lo que anhela, pero no puede dejar de desearlo. Esto, junto con los otros conflictos, es lo que lo arrastrará a la desesperación y el suicidio.
Aquí hay que notar dos cosas: 1) antes de decidir dispararse, Werther tiene deseos de ir a morir a la guerra, pero es disuadido por su amigo el príncipe y escribe de éste “Sus razones fueron tan sólidas que negarle a escucharle hubiese sido más terquedad que capricho por mi parte”. Y 2) la humillación de pedir el arma homicida a su rival, de no morir en el primer intento y agonizar frente Carlota no puede ser gratuita; a mí me parece una forma más en la que se manifiesta la imposibilidad de Werther de obtener lo que desea, puesto que ni su suicidio pudo ser lo que planeó.

Las penas del joven Werther es, en definitiva, una novela que debe ser leída con ojos críticos para evitar quedarnos sólo con la historia del joven que se suicida por amor. El problema que plantea es más reciente y más profundo que lo que pudiera pensarse en una primera lectura. Puesto que, actualmente, aún seguimos suspendidos entre el rechazo hacia nuestras sociedades degradadas y sus valores comerciales, y la imposibilidad de romper todo vínculo y abandonar lo que siempre hemos anhelado y aprendido.